Es probable que nadie de los están presentes hoy aquí lo haya conocido o haya tenido noticias de él. Yo, trabajador radial y más tarde periodista, me detenía con frecuencia junto a su kiosko de la Alameda al llegar a Ahumada, siempre brillantemente iluminado, y situado al lado del Café Ramis Clar.
Aquel era un punto de encuentro para los noctámbulos santiaguinos porque estaba abierto hasta medianoche o más allá. La atracción principal que ofrecía, aparte de algún diario vespertino o de algún impreso clandestino del PC, era la rica conversación de El Guagua, siempre al día en los asuntos políticos, capaz de discernir también y sobre todo de opinar sobre materias literarias, filosóficas, históricas y otras. Tenía un nombre solemne, Zorobabel González, que le quedaba grande y que muy pocos conocían, y era un comunista público, notorio y parlante, lo que no dejaba de tener su qué durante los años de la represión de González Videla.
Al guagua gustaba disertar sobre la historia del Partido Comunista y sus dirigentes oberos. En sus relatos mezclaba los hechos históricos con cierta dosis de leyenda o de folklore. Una noche hacia 1949 o 50 me habló de “La Piedra del Medio”. Según su versión se trataba de una especie de núcleo indestructible, situado en el mismo centro del Partido. Lo explicaba así: “Es eso que no se puede romper renunca. Donde se quiebran los dientes los burgueses y todos sus policías. La Piedra del Medio no figura en los Estatutos. Está formada por compañeros más duros que el acero, los más tenaces. Esos que el Partido puede contar siempre con ellos. Siempre, como sea, para lo que sea, sin preguntar nada, sin pedir nada y, sobre todo, cuando las papas queman”. Y con sus manitos pequeñas, muy apretadas, hacía simbólicamente una piedra.
¿Por qué hablar hoy del “Guagua” y su famosa “Piedra del Medio”? ¿Por qué en este momento, cuando hemos venido a recordar a Víctor Díaz y una vez más, a reclamar justicia, después de conocer con horrendos pormenores como fue asesinado y como fueron asesinados tantos otros dirigentes del Partido Comunista detenidos aquel año negro de 1976? Es que Víctor, según mi entender, era uno de esos compañeros de acero, de los que hablaba el “Guagua”.
No fue a la escuela más allá del tercer año primario. Su padre era minero y su madre, lavandera. Tenían cinco hijos. Víctor era el cuarto. Empezó a trabajar desde muy niño porque había que contribuír a mantener el hogar y a echarle algo a la olla. Desde pequeño ayudaba a su madre, entregando en las casas de los clientes los bultos de la ropa recién lavada. A la edad en que otros niños hacen sus tareas escolares y juegan, él andaba vendiendo diarios por las calles de Tocopilla. A los 18 años bajó al pique en la mina de cobre La Despreciada y comenzó a trabajar como minero, igual que su padre.
En abril de 1940 ingresó al Partido Comunista. Es probable que en su decisión haya influido su amigo Víctor Contreras, legendario alcalde y obrero portuario de la bahía de Tocopilla, que fue ministro de Tierras y Colonización durante el breve período en que los comunistas participaron en el gobierno antes de la voltereta de Gabriel González (Presidente de Chile entre 1946 y 1952).
En 1948 llevaba apenas un mes de casado con Selenisa Caro, su compañera de toda la vida, cuando fue detenido y relegado a Pisagua. Era “el tiempo de la infamia”, como llamó a este período el periodista Juan de Luigi. Los años de la represión anticomunista. De Pisagua lo llevaron a una localidad minúscula que se llama Cosapilla y que no he podido encontrar en el mapa. Luego a Putre, un poblado a cuatro mil metros de altura cuyos habitantes, aymaras, viven precariamente de la agricultura y la crianza de llamas. Lo llevaron algo después a Copiapó, desde donde se fugó. Vino a dar a Santiago, donde se reunió de nuevo con Selenisa y los hijos, rehizo su hogar y se dedicó a cumplir las más diversas tareas como militante clandestino.
En este tiempo, hacia 1950 o 1951, comenzó a trabajar en la instalación de la imprenta Horizonte, en la calle Lira. La rotativa del diario El Siglo había sido desarmada en 1948 cuando ya fue imposible que el diario siguiera apareciendo debido a la represión. Sus piezas, debidamente numeradas, fueron escondidas en diversos lugares, siguiendo las precisas instrucciones del ingeniero checo Alejandro Freiberg, militante del PC de Chile. Armar de nuevo la enorme máquina impresora fue una proeza técnica cumplida bajo su orientación y la dirección de don Américo Zorrilla.
En esa tarea, de alta exigencia, participó Víctor Díaz. No sé muy bien cuándo y cómo se calificó como obrero gráfico. Lo más probable es que haya sido trabajando junto a los viejos del oficio y tomando la ‘choca’ con ellos o el ‘litriado’ después de la pega en el bar de la esquina de Lira con Santa Victoria. El traslado de las piezas de la rotativa desde los lugares donde estaban escondidas al galpón de la calle Lira y su montaje se realizaron en absoluto secreto, sin que la policía tuviera nunca noticias de estos trajines. De manera que cuando El Siglo reapareció en agosto de 1952 siendo todavía Presidente González Videla fue para él y su gente una enorme sorpresa saber que el diario comunista volvía a circular y contaba de nuevo con un taller de impresión bien equipado que parecía brotado de la nada.
A Víctor Díaz lo conocí, según mi recuerdo, hacia 1954 o 1955. Yo trabajaba como periodista en El Siglo y él se desempeñaba como prensista en los talleres. Hicimos buenas migas. Vivía a una cuadra de la imprenta y más de una vez me invitó a tomar el tecito del tarde, acompañado de sopaipillas o de una marraqueta con palta, en su casita de la calle Tocornal entre Santa Victoria y Santa Isabel. Allí conocí a Selenisa, su compañera y a su hija Viviana, entonces una niñita.
Víctor, “El Chino” Díaz como lo llamaban, era un hombre robusto, achinado como mucha gente del Norte, parco en el hablar, de voz profunda, bigote ralo, buena sonrisa nortina y un trato de gran finura y gentileza. Era un lector y un estudioso empecinado. Todos los días después de almuerzo se instalaba a leer en la mesa del comedor, que era el único espacio de la casa disponible para tal actividad. Leía metódicamente, cuenta su hija Viviana, con gran concentración, haciendo marcas en los márgenes, subrayando líneas o pasajes de los libros y a veces tomando notas en un cuaderno escolar. Sentía agudamente la necesidad del esfuerzo y el estudio constante para comprender mejor la realidad, la historia y la situación de las clases sociales y estar a la altura de las exigencias que la vida y el Partido le planteaban. Cuando una de sus niñas salió mal en un examen y quedó para marzo, le habló seriamente pero sin dureza, con su manera convincente, algo sentenciosa: “Hay que concentrarse más, hay que aprovechar el tiempo. Vamos a buscar un compañero que te ayude a prepararte. Yo quiero que ustedes estudien y tengan una profesión, que yo no tuve”. Quería superarse pero nunca desclasarse. Hablaba a menudo de la dignidad del trabajo por humilde que fuera: “El trabajo no deshonra a nadie”, decía. Y también: “Uno nunca debe olvidar su origen”.
Fue amigo de Pablo Neruda y Delia del Carril, la Hormiguita. Los acompañó en alguno de sus escondites durante aquel año clandestino de 1948, antes que el poeta saliera de Chile a caballo cruzando la Cordillera. Era una amistad de verdad, entre compañeros, entre iguales. Como la que tuvieron Neruda y la Hormiga con Elías Lafertte, Galo González, Julieta Campusano, Andrés Escobar, Humberto Abarca. El poeta consideraba que era él quien más aprendía de las conversaciones con aquellos ilustres proletarios.
En su estupendo libro “Hormiga pinta caballos”, la escritora Virginia Vidal transcribe pasajes de una larga entrevista con Víctor Díaz, en la que habla de su relación con Neruda y Delia del Carril en el período clandestino:
“Entonces yo aprendí a comprender y respetar a los intelectuales” dice Víctor. “Pablo y Hormiguita no podían soportar estar encerrados, así que en las tardes por fuerza salíamos a pasear. Los acompañaba porque ni el mayor peligro les podía quitar las ganas de estar en contacto con la naturaleza, de saborear el aire libre. Luego tomábamos té y conversábamos. A Pablo le encantaba que yo le contara cosas de mi infancia. Yo era niño cuando la gran crisis, la cesantía, la hambruna de los años 30...
“Entonces, sin saberlo, hice un tremendo daño ecológico, porque otros niños y yo íbamos a la playa, punto de reunión escogido por millares de garumas para poner sus huevos. Las garumas son unas gaviotas pequeñitas, pero no blancas sino de color gris, con su pico gris oscuro, que también anidan en la pampa salitrera. Nosotros llevábamos unos tachos y les robábamos los huevos para ponerlos a cocer y comíamos hasta hartarnos. Pero sobraban muchos y esos los vendìamos por las calles de Antofagasta... Pablo no se cansaba de pedirme que yo le hablara de las garumas, de la pampa, de los arenales. Y Hormiga... es tan especial, te trata como si fueras su hermano. Nunca he conocido a nadie con tanto arte para hacerle a uno sentirse un igual”.
Cuando en agosto de 1971, fue elegido por el Comité central subsecretario general del Partido Comunista, Neruda, entonces embajador en Chile en París, le hizo llegar una tarjeta de saludo y una botella de un exquisito coñac francés, que Víctor cuidaba como hueso de santo y que le duró largo tiempo. Tal vez hasta los días del golpe y la matanza sistemática y la nueva clandestinidad, cuando asumió sin vacilar el cargo de más alta responsabilidad en la dirección del Partido Comunista después de la detención del secretario general Luis Corvalán.
Detenido en mayo de 1975 cayó en manos de la Brigada Lautaro, unidad de élite encargada de la seguridad personal del jefe de la DINA, Manuel Contreras y de la eliminación física de los dirigentes comunistas. Pasó un tiempo en Villa Grimaldi, más tarde lo tuvieron en Casa de Piedra, en el Cajón del Maipo, que había sido la casa de Darío Sainte-Marie, el ex dueño del diario “Clarín”. Finalmente, lo llevaron al cuartel de la calle Simón Bolívar 6830 (más tarde la numeración fue cambiada). En ese centro de exterminio sistemático los torturadores sádicos y altamente tecnificados que integraban las Brigadas Lautaro, Purén y otras, sometieron a Díaz a atroces sufrimientos día tras día y semana tras semana durante más de ocho meses, del mismo modo que a los demás dirigentes comunistas detenidos aquel año negro de 1976: Mario Zamorano, Jaime Donato, Uldrico Donaire, Edrás Pinto, Jorge Muñoz, Fernando Ortiz, Horacio Cepeda, Lincoyán Berríos, Reinalda del Carmen Pereira. Finalmente les dieron muerte con el mayor ensañamiento imaginable o inimaginable. Según revela el sumario que instruye el ministro Víctor Montiglio, uno de los jefes de la Brigada Lautaro de la DINA, el mayor del Ejército de Chile Juan Morales Salgado dio una instrucción especial para estos asesinatos: “que sea con sufrimiento”.
De este modo aniquilaron a los dirigentes de una organización histórica del pueblo de Chile. Así mataron a Víctor Díaz, cuya noble figura hemos renido a recordar este mañana Villa Grimaldi, donde hay tanto dolor acumulado.
- José Miguel Varas es escritor y Premio Nacional de Literatura 2006.
El proceso llamado “de calle Conferencia” que sustenta con dedicación exclusiva el Ministro de la Corte Suprema Víctor Montiglio, llevó a comienzos de este año, al descubrimiento de un cuartel clandestino de la DINA en la calle Simón Bolívar, donde se dio muerte a un gran número de dirigentes del Partido Comunista, entre ellos los integrantes de dos direcciones sucesivas de ese Partido en el período clandestino que siguió al golpe militar de 1973, la dirección encabezada por Víctor Díaz y la encabezada por Fernando Ortiz. Hasta el momento se han formalizado cargos y se ha sometido a proceso a 70 oficiales de las diversas ramas de las Fuerzas Armadas, hombres y mujeres. 50 de ellos se encuentran actualmente detenidos.