Si llamamos al técnico, el tipo lo desmonta muy ducho, no comprende qué ocurre, intenta dar una explicación Se le deben de haber pegado unos cables, pagamos la explicación y sigue todo igual y las mujeres sin problemas hasta la próxima mudez. En mi caso, cuando esto ocurre, la golpeo contra la mesa. Hasta ahora ha dado resultado.
Y es un aparato que ya lleva cuarenta años funcionando, perdón, treinta y nueve, cuarenta en marzo. Una maravilla al principio.
Después con los hijos (dos chavales) empezaron los caprichos, cada tanto lágrimas, mohínes, la frase ¿Te has dado cuenta de lo que es mi vida? con un sollozo en medio sin motivo alguno y una cara de víctima, el reproche Sólo eres tierno conmigo cuando quieres hacer el amor y un deseo idiota de que le dé la mano y flores. Si le compro un ramo no me agobia durante una semana. El agua se va oscureciendo y las corolas se marchitan en el jarrón. Las mantiene allí marchitas un buen tiempo, sonriéndoles. Una tarde encontré pétalos secos entre las páginas de un libro. Escondidos. Hay un montón de cosas que nos ocultan: un anillito de roscón de reyes que no vale nada, un camafeo roto, una fotografía de la época del noviazgo, cuando solíamos pasarle el brazo sobre los hombros: la lista de lo que las conmueve es interminable. Y las boberías de las que se acuerdan con un estremecimiento nostálgico. Y la manía de las fechas: el día en que nos conocimos, el día del primer beso, sensiblerías así, cosas sin importancia alguna, según ellas vitales. Por ejemplo ¿Cuánto tiempo hace que no salimos juntos? como si con el trabajo y los años que han pasado quedase espacio para salidas. No le falta nada, ¿qué quiere ahora? Caricias, promesas, una discoteca ¿Cuánto tiempo hace que no bailamos? sin darse cuenta de que no me produce ningún placer bailar con una mujer a la que veo todas las mañanas y todas las noches, cuyos hábitos ya conozco de sobra, su olor, el cuerpo que ha cambiado y ha perdido cintura, los tobillos que se han hinchado, la tensión que comienza a subir, la dieta que no es capaz de hacer, galletas a hurtadillas, bombones, despertar y toparme con su bata oliéndome las camisas y buscando manchas: en momentos así debería darte un golpe contra la mesa y ponerte en condiciones una vez despegados los cables.
Estoy harto de decirles a mis amigos que estén al quite: rienda corta, órdenes sencillas, distancia antes de que se les dé por faltarnos el respeto que si les damos cuerda seguro que nos faltan el respeto, está en su naturaleza. Y pocas palabras. Poca confianza. No mostrar debilidad. Órdenes sencillas. Silencio.
El mismo comportamiento con los hijos, ya que los mocosos tienen tendencia a abusar. Y, con las personas en el sitio que les corresponde, podemos tener una vida apacible y sin motivos de queja.
Tal como he dicho, las mujeres son como los teléfonos y de vez en cuando sufren una avería sin que entendamos bien por qué. Dejan de funcionar. No responden. Al levantar el auricular, un silencio opaco. Así que agarramos el teléfono, le damos un golpe contra la mesa y todo vuelve a empezar. Hay momentos en que ni hace falta darle un golpe contra la mesa: suelta unos chillidos eléctricos y listo. Lo que últimamente ha ocurrido con la mía es que no hay mesa que valga, no hay chillidos y de listo nada: el silencio opaco se eterniza. Llego y ahí está ella en el sofá (en mi lugar del sofá) repantigada sin prestarme atención. Ha adelgazado. Ha vuelto a tener cintura. Los tobillos se han afinado. Se han acabado las galletas a hurtadillas, los bombones. No me huele las camisas. No comprueba manchas. No me mira. No me toca. Su actividad se reduce a ir de vez en cuando al balcón y a hacer señas hacia fuera. Tengo la impresión de que alguien la saluda desde un automóvil estacionado en segunda fila en la calle, y cuando digo que alguien la saluda me refiero a una manga de hombre, a dedos de hombre, el otro día a una cara de hombre, para más datos con bigote. La semana pasada estuvo en casa ayudándola a hacer las maletas, la grande de las vacaciones y la mochila con el nombre grabado de una compañía de aviación. No me saludaron. Mis hijos hablaban con él como si lo conociesen de toda la vida, cada cual con un juguete nuevo en la mano, o sea muñecos de plástico con casco y ametralladora que disparan una especie de guisantes azules y tienen nombres estadounidenses. Me quedé inmóvil a la entrada de la habitación mirándolo todo, a mi mujer, al hombre, a los niños, hasta los juguetes. Pensé en llamar al técnico de los teléfonos y me di cuenta de que no serviría de nada. Me decía Se le deben de haber pegado unos cables y bajaba las escaleras riéndose de mí. Por consiguiente, me encerré en la sala, solo, hasta que ellos se marcharon. Cuando digo que se marcharon me estoy refiriendo a mi mujer y al del bigote. No les escuché ni un Adiós. Me limitaba a oír a los muñecos de plástico con casco y ametralladora con los que mis hijos se perseguían a gritos el uno al otro disparando guisantes azules. No abro la puerta de la sala por miedo a que me den en los ojos: puede ser que llegue a necesitar de los dos para comprarle un ramo de flores decente, sin ninguna rosa marchitándose, el día en que ella vuelva. Y por eso me he puesto el anillo del roscón de reyes en el meñique. Cuando algún curioso pregunta ¿Dónde lo conseguiste? no digo nada. A mi mujer le va a gustar verme así cuando entremos en la discoteca.
Traducción de Mario Merlino.
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